El anciano Masson, guardián de uno de los más antiguos cementerios de
Salem, mantenía una verdadera guerra con las ratas. Varias generaciones
atrás, se había instalado en el cementerio una colonia de ratas enormes
procedentes de los muelles. Cuando Masson asumió su cargo, tras la
inexplicable desaparición del guardián anterior, decidió aniquilarlas.
Al principio colocaba trampas y veneno cerca de sus madrigueras; más
tarde, intentó exterminarlas a tiros. Pero todo fue inútil. Las ratas
seguían allí.
Sus hordas voraces se multiplicaban, infestando el
cementerio. Eran grandes, aun tratándose de la especie mus decumanus,
cuyos ejemplares llegan a los treinta y cinco centímetros de largo sin
contar la cola, pelada y gris. Masson las había visto grandes como
gatos; y cuando los sepultureros descubrían alguna madriguera,
comprobaban con asombro que por aquellas pútridas cavernas cabía
tranquilamente el cuerpo de una hombre. Al parecer, los barcos que
antaño atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de
transportar cargamentos muy extraños.
Masson se asombraba a veces
de las proporciones enormes de estas madrigueras. Recordaba ciertos
relatos fantásticos que había oído al llegar a la decrépita y embrujada
ciudad de Salem. Eran relatos que hablaban de una vida embrionaria que
persistía en la muerte, oculta en las perdidas madrigueras de la tierra.
Ya habían pasado los tiempos en que Cotton Mather exterminara los
cultos perversos y los ritos orgiásticos celebrados en honor de Hécate y
de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se alzaban las tenebrosas
mansiones de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y leprosas, en
cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se
celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura.
Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban
que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas
peores que gusanos y ratas.
En cuanto a estos roedores, Masson
les tenía asco y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus dientes
agudos y brillantes. Pero no comprendía el horror que los viejos sentían
por las casas vacías, infestadas de ratas. Había escuchado rumores
sobre criaturas espantosas que moraban en lo profundo, y que tenían
poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados.
Según
afirmaban los viejos, las ratas eran mensajeras entre este mundo y las
cuevas que se abrían en las entrañas de la tierra. Y aún se decía que
algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el fin de
celebrar festines subterráneos. El mito del flautista de Hamelin era una
leyenda que ocultaba, en forma alegórica, un horror impío; y según
ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales que jamás
salieron a la luz del día.
Masson no hacía caso de estos relatos.
No tenía trato con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible por
mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema
tal vez iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir
muchas tumbas. Ciertamente hallarían ataúdes perforados y vacíos que
atribuirían a la voracidad de las ratas. Pero descubrirían también
algunos cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson.
Los
dientes postizos suelen hacerse de oro, y no se los extraen a uno
cuando muere. La ropa, naturalmente, es diferente, porque la empresa de
pompas fúnebres suele proporcionar un traje de paño sencillo,
perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo es. Además, Masson
negociaba también con algunos estudiantes de medicina y médicos poco
escrupulosos que necesitaban cadáveres sin importarles demasiado su
procedencia. Hasta ese momento, Masson se las había arreglado para que
no haya investigaciones. Negaba tajantemente la existencia de las ratas,
aun cuando éstas le hubiesen arrebatado el botín. A Masson no le
preocupaba lo que pudiera suceder con los cuerpos, después de haberlos
saqueado, pero las ratas solían arrastrar el cadáver entero por un
boquete que ellas mismas roían en el ataúd. El tamaño de aquellos
agujeros lo asombraba. Curiosamente, las ratas horadaban siempre los
ataúdes por uno de los extremos, y no por los lados. Parecía como si
trabajasen bajo la dirección de algo dotado de inteligencia.
Ahora
se encontraba ante una sepultura abierta. Acababa de quitar la última
palada de tierra húmeda, y de arrojarla al montón que había formado a un
lado. Desde hacía semanas no paraba de caer una llovizna fría y
constante. El cementerio era un lodazal pegajoso, del que surgían las
mojadas lápidas en formaciones irregulares. Las ratas se habían retirado
a sus cubiles; no se veía ni una. Pero el rostro flaco de Masson
reflejaba una sombra de inquietud. Había terminado de descubrir la tapa
de un ataúd de madera. Hacía varios días que lo habían enterrado, pero
Masson no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los parientes del
muerto aún visitaban su tumba, aun lloviendo. Pero a estas horas de la
noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena que sintiesen. Y
con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un lado la
pala.
Desde la colina donde estaba el cementerio, se veían
parpadear apenas las luces de Salem a través de la lluvia. Sacó la
linterna del bolsillo. Apartó la pata y se inclinó a revisar los cierres
de la caja. De repente, se quedó rígido. Bajo sus pies había notado un
murmullo inquieto, como si algo arañara o se revolviera dentro. Por un
momento, sintió una punzada de terror supersticioso, que pronto dio paso
a una ira insensata, al comprender el significado de aquellos ruidos.
¡Las ratas se le habían adelantado otra vez!
En un rapto de
cólera, arrancó los candados del ataúd, insertó la pala bajo la tapa e
hizo palanca, hasta que pudo levantarla con las manos. Encendió la
linterna y enfocó el interior del ataúd. La lluvia salpicaba el blanco
tapizado de raso: estaba vacío. Masson percibió un movimiento furtivo en
la cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz. El extremo del
sarcófago había sido perforado, y el agujero comunicaba con una galería,
aparentemente, pues en aquel momento desaparecía por allí un pie
fláccido, inerte, enfundado en su correspondiente zapato. Masson
comprendió que las ratas se le habían adelantado sólo unos instantes. Se
agachó y agarró el zapato con todas sus fuerzas. La linterna cayó
dentro del ataúd y se apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue
arrancado de las manos en medio de una algarabía de chillidos agudos y
excitados. Un momento después, había recuperado la linterna y la
enfocaba por el agujero.
Era enorme. Tenía que serlo; de lo
contrario, no habrían podido arrastrar el cadáver. Masson intentó
imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar del cuerpo de un
hombre. Llevaba su revólver cargado en el bolsillo, y esto le
tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver de una persona ordinaria,
Masson habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por
aquella estrecha madriguera; pero recordó los gemelos de sus puños y el
alfiler de su corbata, cuya perla debía ser indudablemente auténtica, y,
sin pensarlo más, se enganchó la linterna al cinturón y se introdujo
por el boquete. El acceso era angosto. Delante de sí, a la luz de la
linterna, podía ver cómo las suelas de los zapatos seguían siendo
arrastradas hacia el fondo del túnel. Trató de arrastrarse lo más rápido
posible, pero había momentos en que apenas era capaz de avanzar,
aprisionado entre aquellas estrechas paredes de tierra.
El aire
se hacía irrespirable por el hedor del
cadáver. Masson decidió que, si
no lo alcanzaba en un minuto, regresaría. El terror empeza a agitarse en
su imaginación, aunque la codicia le instaba a proseguir. Y prosiguió,
cruzando varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la
madriguera estaban húmedas y pegajosas. Dos veces oyó a sus espaldas
pequeños desprendimientos de tierra. El segundo de éstos le hizo volver
la cabeza. No vio nada, naturalmente, hasta que enfocó la linterna en
esa dirección. Entonces observó que el barro casi obstruía la galería
que acababa de recorrer. El peligro de su situación se le reveló en toda
su espantosa realidad. El corazón le latía con fuerza sólo de pensar en
la posibilidad de un hundimiento. Decidió abandonar su persecución, a
pesar de que casi había alcanzado el cadáver y las criaturas invisibles
que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo que tampoco había
pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta.
El
pánico se apoderó de él, por un segundo, pero recordó la boca lateral
que acababa de pasar, y retrocedió dificultosamente hasta allí.
Introdujo las piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego, comenzó a
avanzar desesperadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas.
De repente, una puntada le traspasó la pierna. Sintió que unos dientes
afilados se le hundían en la carne, y pateó frenéticamente para librarse
de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el rumor presuroso de
una multitud de patas que se escabullían.
Al enfocar la linterna
hacia atrás, lanzó un gemido de horror: una docena de enormes ratas lo
observaban atentamente, y sus ojos malignos parpadeaban bajo la luz.
Eran deformes, grandes como gatos. Tras ellos vislumbró una forma
negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció ante las
increíbles proporciones de aquella sombra. La luz contuvo a las ratas
durante un momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente.
Al
resplandor de la linterna, sus dientes parecían teñidos de
carmesí.
Masson forcejeó con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y
apuntó cuidadosamente. Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los
pies a las mojadas paredes de la madriguera para no herirse. El
estruendo lo dejó sordo durante unos instantes. Después, una vez
disipado el humo, vio que las ratas habían desaparecido. Guardó la
pistola y comenzó a reptar velozmente a lo largo del túnel. Pero no
tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas, que se le echaron
encima otra vez. Se le amontonaron sobre las piernas, mordiéndole y
chillando de manera enloquecedora. Masson empezó a gritar mientras
echaba mano a la pistola. Disparó sin apuntar, y no se hirió de milagro.
Esta vez las ratas no se alejaron tanto.
Masson aprovechó la
tregua para reptar lo más rápido que pudo, dispuesto a hacer fuego a la
primera señal de un nuevo ataque. Oyó movimientos de patas y alumbró
hacia atrás con la linterna. Una enorme rata gris se paró en seco y se
quedó mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y moviendo de un lado a
otro, muy despacio, su cola áspera y pelada. Masson disparó y la rata
echó a correr.
Continuó arrastrándose. Se había detenido un
momento a descansar, junto a la negra abertura de un túnel lateral,
cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más
adelante. Lo tomó por un montón de tierra desprendido del techo; luego
vio que era un cuerpo humano. Se trataba de una momia negra y arrugada, y
vio, preso de
un pánico sin límites, que se movía.
Aquella cosa
monstruosa avanzaba hacia él y, a la luz de la linterna, vio su rostro
horrible a poca distancia del suyo. Era una calavera descarnada, la faz
de un cadáver que ya llevaba años enterrado, pero animada de una vida
infernal. Tenía los ojos vidriosos, hinchados, que delataban su ceguera,
y, al avanzar hacia Masson, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus
labios pustulosos, desgarrados en una mueca de hambre espantosa. Masson
sintió que se le helaba la sangre. Cuando aquel horror estaba ya a punto
de rozarle. Masson se precipitó frenéticamente por la abertura lateral.
Oyó arañar en la tierra, a sus pies, y el confuso gruñido de la
criatura que le seguía de cerca. Masson miró por encima del hombro,
gritó y trató de avanzar desesperadamente por la estrecha galería.
Reptaba con torpeza; las piedras afiladas le herían las manos y las
rodillas. El barro le salpicaba en los ojos, pero no se atrevió a
detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas, jadeando, rezando y
maldiciendo histéricamente.
Con chillidos triunfales, las ratas
se precipitaron de nuevo sobre él con la voracidad pintada en sus ojos.
Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró
desembarazarse de ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el
pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una
cápsula vacía. Pero había rechazado las ratas. Observó entonces que se
hallaba bajo una piedra grande, encajada en la parte superior de la
galería, que le oprimía cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó
que la piedra se movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla
caer, de forma que obstruyese el túnel!
La tierra estaba empapada
por la lluvia. Se enderezó y empezó a quitar el barro que sujetaba la
piedra. Las ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de
la linterna. Siguió cavando, frenético. La piedra cedía. Tiró de ella y
la movió de sus cimientos. Se acercaban las ratas... Era el enorme
ejemplar que había visto antes. Gris,
leprosa, repugnante, avanzaba
enseñando sus dientes anaranjados. Masson dio un último tirón de la
piedra, y la sintió resbalar hacia abajo. Entonces reanudó su camino a
rastras por el túnel. La piedra se derrumbó tras él, y oyó un repentino
alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones
mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento
considerable, del que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel
entero se estaba desmoronando!
Jadeando de
terror, avanzaba
mientras la tierra se desprendía. El túnel seguía estrechándose, hasta
que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso de sus manos y piernas
para avanzar. Se retorció como una anguila hasta que, de pronto, notó
un jirón de raso bajo sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó
contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar
que no las tenía apresadas por la tierra desprendida. Estaba boca
abajo. Al tratar de incorporarse, se encontró con que el techo del túnel
estaba a escasos centímetros de su espalda. El
terror le descompuso. Al
salirle al paso aquel ser
espantoso y ciego, se había desviado por un
túnel lateral, por un túnel que no tenía salida. ¡Se encontraba en un
ataúd, en un ataúd vacío, al que había entrado por el agujero que las
ratas habían practicado en su extremo!
Intentó ponerse boca
arriba, pero no pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente
inmóvil. Tomó aliento, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y
aun si lograse escapar del sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a
través del metro y medio de tierra que tenía encima?
Respiraba
con dificultad. Hacía un calor sofocante y el hedor era irresistible. En
un paroxismo de
terror, desgarró y arañó el forro acolchado hasta
destrozarlo. Hizo un inútil intento por cavar con los pies en la tierra
desprendida que le impedía la retirada. Si lograse solamente cambiar de
postura, podría excavar con las uñas una salida hacia el aire... hacia
el aire...
Una agonía candente penetró en su pecho; el pulso le
dolía en los globos oculares. Parecía como si la cabeza se le fuera
hinchando, a punto de estallar. De pronto, oyó los triunfales chillidos
de las ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas
esta vez. Durante un momento, se revolvió histéricamente en su estrecha
prisión, y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró los ojos,
sacó su lengua ennegrecida, y
se hundió en la negrura de la muerte, con
los locos chillidos de las ratas taladrándole los oídos.
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